Hace mucho evitaba hablar de amor. No del sentido amplio de la palabra, de ese amor que rodea hasta a las moscas que escarban la basura; sino del otro, de ese que cantan los boleros, el que te derrite la nieve en invierno, el que escarba más profundo que las moscas, más profundo que lo oscuro, lo turbio, lo-que-no-se-dice. Sabía que los espejos suelen confundir, tornándose inhabitables en un momento fuera del tiempo (o del espacio, vaya uno a saber) en el que se pierde la noción de dónde comienza el reflejo y dónde el rostro que mira y es mirado.
Hablaba de esa palabrita, como siempre, la agarraba con la punta de los dedos y cara de asco, de desprecio, cara de mierda, pero por supuesto que hablaba si el tema caía de la biblioteca y me golpeaba en la cabeza, más por reacción que por impulso propio. Si podía elegir, esquivaba el libro una y otra vez para no leerlo, lo posponía por miedo a lo que pudiera encontrar entre las letras, por miedo a encontrarme y querer taparme los ojos (destaparme la boca). Solté el espejo un día y busqué ocupar las manos con otros asuntos "más importantes", como decían otras voces que escuchaba porque era el único sonido que hacía eco en el cuarto que hace rato tenía cerrada la puerta. Con candado, claro. Ahí adentro el espejo roto, escondido, con todo eso que no quería ver ni escuchar.
Dicen que lo que no se habla vuelve a atacar. Y tienen razón, pero al mismo tiempo se equivocan, porque uno puede soltar palabras sin rozar nunca un milímetro de sinceridad, sin tocarlas realmente, usando las palabras como si fueran putas. Así, sin un gramo de sensibilidad, sin besos, sin caricias, sin forro. Lo que tienen las palabras es que adoptan dimensiones, no físicas, pero es como si llegaran a pesar, a formar un cuerpo si uno las siente en serio. Muy distinto a lo que pasa a diario y lo que nos enseñan desde que aprendemos a calibrar esos sonidos con cuerpo... nos enseñan a escupir palabras, a vomitar cosas repetidas, redigeridas, carroñas que otro ya vomitó. Y eso es una mierda, por si no se nota el olor de mis palabras.
Entonces un día abrís la puerta y te encontrás con que todo es un quilombo de palabras deformadas, sucias, alteradas y maquilladas al punto de que no sabés quién carajo las dijo antes, porque se cagaron a palos entre ellas, hicieron mierda el cuartito en el que las escondiste y olvidate del espejo porque ya esta desparramado por todos lados, clavado en la pared, triturado hasta ser polvo, olvidate, en serio. Y ¿sabés que pasa? Te enojás. Como un soberbio te enojás con las palabras como la madre que se enoja con su hijo por ser su fiel reflejo. Te enojás con todo eso que te muestra tu cara cuando no mirás, cuando estás ocupado con otra cosa o ni siquiera estás ocupado, te inventás ocupaciones y sos más hipócrita que lo que criticás. Eso es lo peor. Porque ahora ni siquiera tenés espejo, ¿entendés? No sabés bien quién sos.
Por suerte buscás palabras, buscás esas que no pudiste esconder y te encontrás con muchas que no te acordás bien para qué las usabas. Entre todo el quilombo ves de lejos una cortita, de seis letras, sencilla, que a la vez es tan difícil de decir... te encontras con "perdón". Lo que pasa cuando uno le da peso a las palabras es que les pone una intención. Eso es lo que siento, la intención vale más que la palabra misma. La intención llega donde la palabra ya murió hace rato, atraviesa el oído, la corteza cerebral, genera un impulso eléctrico, viaja por el cuerpo, da vueltas por el corazón y roza el alma, cuando no lo atraviesa. Es un acto mágico, no me cabe duda.
Pasa el tiempo y un día se da todo junto, los átomos se interceptan y cruzan en un baile infinito, revive una alquimia con la que los antiguos teorizaban y se rompían la cabeza, y de golpe uno suelta las certezas, suelta lo conocido, se suelta de todo, entra en pelotas en el cuarto, cruza miradas con las palabras, intenta hablar y la voz hace un ruido raro, casi que se da pena, casi siente vergüenza, mira para abajo y casi que se da media vuelta, pero levanta la cabeza y con una lágrima cayendo dice la palabra. La dice y la siente, y no puede creer que se sienta así, entonces la repite, la grita, la grita con cariño pero le tiembla el cuerpo, me tiembla el cuerpo, me tiemblan las palabras que tiemblan cuando me abrazan porque nunca estuvieron enojadas, porque ellas también sienten cuando abrazan, cuando se abrazan y se disuelven de ese peso tan liviano que las hace levitar, que hace volar a cualquiera.
Y recuerda...
Recuerda la perspectiva que sale de un espejo.
Recuerda la interpretación que refleja su reflejo.
Recuerda más allá de su recuerdo exacto y se mira con otra intención, se mira sin los ojos.
Busca pegamento para el espejo y todavía no se quiere mirar, pero sabe que nadie lo apura, que el espejo va a encontrar una perspectiva que muestre adentro y también afuera, algún fiel reflejo. Mientras tanto espera. A veces en silencio, a veces con palabras. Ya no desespera tanto. Se encuentra, un poco más despierto ahora.
"Soy un incurable, che...
Hablar de despertarse cuando por fin se está tan bien así dormido" J.C.
martes, 26 de enero de 2016
domingo, 24 de enero de 2016
Desinformados
Nos preocupamos y ese simple acto desencadena más problemas que soluciones. Pareciera que a partir de una perspectiva recreamos infinitas dimensiones posibles, nacidas como siamesas que se unen en cada parte de sus no-cuerpos y confunden a cualquier médico experimentado. Aferrados a la ilusión de que esas dimensiones escondan certezas, las recortamos en pedacitos, las ordenamos minuciosamente y escudriñamos en cada una las leyes que las gobiernan, atestiguando su existencia imaginaria (imaginando por momentos que son reales; haciéndolas reales). Qué absurda la tentación de encontrar explicaciones a lo inexplicable, de intentar pensar cada paso y al hacerlo no poder dejar de trastabillar, no poder por tanto querer explicar en vez de caminar. Es una especie de religiosidad enfermiza y la biblia o el corán lo tenemos adentro y no en el bolsillo, muchas veces jactándonos de no creer en nada, cuando eso mismo es creer en algo. Todos tenemos miedos, todos desconfiamos de la vida más veces de las que confiamos. La espontaneidad nos atrae y a la vez nos aterra. Nos gusta verla por afuera, hablar de ella y bendecirla, pero a la hora de elegirla son pocos los que juegan miles sin saber. Son pocos los que se llenan de misterio.
Luego el silencio. Lleno de ruido, sí, pero no se escucha nada. Ahí no escuchamos ruido, solamente música de silencios acompasados. Bailamos, a veces con el cuerpo, otras sin él. A todos nos cuesta bailar sin mirarnos al espejo, a muchos nos penetra el miedo de pensar que nos miran los espejos. Pero cuando lo hacemos, cuando lo hacemos... qué hermosos nos vemos sin vernos, o sin preocuparnos por cómo, cuándo, qué. Qué hermoso es el cielo.
Y a la mente le irrita el silencio porque no se escucha a sí misma. Habla el cuerpo, la vida, el sueño, el delirio. Grita el sentir que alguna vez fue silenciado, que tapamos con tanto volumen rebalsado.
"No somos nada" escuchas, y aflojás. "No somos más que el viento, que no se pregunta por qué no se queda quieto. No entendimos nada después de tanto tiempo, después de pensar el tiempo".
Nos olvidamos que el niño interno pregunta por qué con curiosidad, mientras nosotros lo hacemos por capricho. Y nos preocupamos por lo que todavía no pasó, y preguntamos y nos contestamos para empacharnos de certezas que no sabemos. Y temblamos, sin darnos cuenta que temblamos, o mintiendo, diciendonos que es por el frío.
Luego el silencio. Lleno de ruido, sí, pero no se escucha nada. Ahí no escuchamos ruido, solamente música de silencios acompasados. Bailamos, a veces con el cuerpo, otras sin él. A todos nos cuesta bailar sin mirarnos al espejo, a muchos nos penetra el miedo de pensar que nos miran los espejos. Pero cuando lo hacemos, cuando lo hacemos... qué hermosos nos vemos sin vernos, o sin preocuparnos por cómo, cuándo, qué. Qué hermoso es el cielo.
Y a la mente le irrita el silencio porque no se escucha a sí misma. Habla el cuerpo, la vida, el sueño, el delirio. Grita el sentir que alguna vez fue silenciado, que tapamos con tanto volumen rebalsado.
"No somos nada" escuchas, y aflojás. "No somos más que el viento, que no se pregunta por qué no se queda quieto. No entendimos nada después de tanto tiempo, después de pensar el tiempo".
Nos olvidamos que el niño interno pregunta por qué con curiosidad, mientras nosotros lo hacemos por capricho. Y nos preocupamos por lo que todavía no pasó, y preguntamos y nos contestamos para empacharnos de certezas que no sabemos. Y temblamos, sin darnos cuenta que temblamos, o mintiendo, diciendonos que es por el frío.
jueves, 21 de enero de 2016
Ausencia presente
A veces comprendemos algo
entre la noche y la noche.
Nos vemos de pronto parados debajo de una torre
tan fina como el signo del adiós
y nos pesa sobre todo desconocer si lo que no sabemos
es adónde ir o adónde regresar.
Nos duele la forma más íntima del tiempo:
el secreto de no amar lo que amamos.
Una oscura prisa,
un contagio de ala
nos alumbra una ausencia desmedidamente nuestra.
Comprendemos entonces
que hay sitios sin luz, ni oscuridad, ni meditaciones,
espacios libres
donde podríamos no estar ausentes.
Roberto Juarroz
entre la noche y la noche.
Nos vemos de pronto parados debajo de una torre
tan fina como el signo del adiós
y nos pesa sobre todo desconocer si lo que no sabemos
es adónde ir o adónde regresar.
Nos duele la forma más íntima del tiempo:
el secreto de no amar lo que amamos.
Una oscura prisa,
un contagio de ala
nos alumbra una ausencia desmedidamente nuestra.
Comprendemos entonces
que hay sitios sin luz, ni oscuridad, ni meditaciones,
espacios libres
donde podríamos no estar ausentes.
Roberto Juarroz

lunes, 18 de enero de 2016
Desentido
En la muerte hay vida, y esa vida no es más que una sucesión de pequeñas muertes y resurrecciones desordenadas. Eso creo, en realidad te lo digo muy seguro sin saber de qué va todo esto que encasillamos en cuatro letras.
Mirá, la verdad no sé decirte qué es vivir pero sí te digo que morir es algo así como vestirse de sombras. Y no solo vestir el cuerpo, ¿viste? Hasta los ojos parecen abarrotados de un desplome, tapados hasta el cuello por un peso más pesado que la cabeza que los lleva y desilusionados, así, desiluminados, como un túnel con final. Un foso sin olores, ni abrazos, ni sonido que parezca atractivo, ni siquiera la risa se siente inocente y puede ser el disparo más letal para nuestro robot interno que busca administrar y controlar el desorden inevitable de su compañero de cuarto, ese remolino inadaptado que se lleva todo puesto menos la tierra firme, a la que caemos buscando refugio como busca la luna, alunizados y cansados de oscurecer (nos)... Un desorden inmoral que conoce lo desconocido.
Y no hay más destino predestinado que al que nos lleva la calesita: al retorno, pero no sin mareo, no sin convulsión y repulsión y decepción, mucho menos sin gravedad, porque ella es la que nos lleva hacia abajo cuando no sabemos bien dónde esta eso que nos dijeron que era y que no era. ¿Será eso todo? Será que no hay que saber, será que la fuerza es abstracta, será que nos lleva(mos) a nuestra propia huella tironeando de la boca con la carnada más amarga que nuestro hambre voraz ya conoce, desmemoriada por lo intangible. ¿Será así, como andar en bicicleta sin las manos? Porque si hay algo que sabemos es que no podemos pensar en no pensar; no podemos perseguir nuestra propia cola.
No.
Bueno, un rato si, y es divertido.
O sí, podemos, bien que podemos y mostramos que podemos, pero es tan actuado como sentir que no sentimos.
Y no se si sabemos algo en realidad. pero te digo que la fiebre de sentir se cura sola, te digo que degrada como un hongo y se alimenta de los deshechos y de todo eso que corremos al costado como posponemos los tiempos sin tiempo de hacernos compañía, con el miedo de que tengan razón esos gritos insoportables de mariposas inyectadas al pulso.
Quizás nadie quiere enfermarse, ¿sabés? Pero la enfermedad es uno mismo, y esa tierra no dolería si no pelearamos tanto contra lo que es... las pastillas solo posponen, le hacen paréntesis al reloj que llevamos en la espalda y se disuelven por lo falso de la ilusión forzada... porque las ilusiones no comen cuando están atadas, ¿o me vas a decir que no estarías enojado si te ataran pudiendo volar? Volar es la gravedad misma, es la fuerza contra todas las fuerzas, es la otra cara de la luna. Es todo eso que no tiene sentido, que no tiene que tenerlo para existir. Y así de absurdo es todo. Así somos.
¿O me vas a decir que tenés sentido? (y no hablo de sentir, hablo de la fiebre)
Mirá, la verdad no sé decirte qué es vivir pero sí te digo que morir es algo así como vestirse de sombras. Y no solo vestir el cuerpo, ¿viste? Hasta los ojos parecen abarrotados de un desplome, tapados hasta el cuello por un peso más pesado que la cabeza que los lleva y desilusionados, así, desiluminados, como un túnel con final. Un foso sin olores, ni abrazos, ni sonido que parezca atractivo, ni siquiera la risa se siente inocente y puede ser el disparo más letal para nuestro robot interno que busca administrar y controlar el desorden inevitable de su compañero de cuarto, ese remolino inadaptado que se lleva todo puesto menos la tierra firme, a la que caemos buscando refugio como busca la luna, alunizados y cansados de oscurecer (nos)... Un desorden inmoral que conoce lo desconocido.
Y no hay más destino predestinado que al que nos lleva la calesita: al retorno, pero no sin mareo, no sin convulsión y repulsión y decepción, mucho menos sin gravedad, porque ella es la que nos lleva hacia abajo cuando no sabemos bien dónde esta eso que nos dijeron que era y que no era. ¿Será eso todo? Será que no hay que saber, será que la fuerza es abstracta, será que nos lleva(mos) a nuestra propia huella tironeando de la boca con la carnada más amarga que nuestro hambre voraz ya conoce, desmemoriada por lo intangible. ¿Será así, como andar en bicicleta sin las manos? Porque si hay algo que sabemos es que no podemos pensar en no pensar; no podemos perseguir nuestra propia cola.
No.
Bueno, un rato si, y es divertido.
O sí, podemos, bien que podemos y mostramos que podemos, pero es tan actuado como sentir que no sentimos.
Y no se si sabemos algo en realidad. pero te digo que la fiebre de sentir se cura sola, te digo que degrada como un hongo y se alimenta de los deshechos y de todo eso que corremos al costado como posponemos los tiempos sin tiempo de hacernos compañía, con el miedo de que tengan razón esos gritos insoportables de mariposas inyectadas al pulso.
Quizás nadie quiere enfermarse, ¿sabés? Pero la enfermedad es uno mismo, y esa tierra no dolería si no pelearamos tanto contra lo que es... las pastillas solo posponen, le hacen paréntesis al reloj que llevamos en la espalda y se disuelven por lo falso de la ilusión forzada... porque las ilusiones no comen cuando están atadas, ¿o me vas a decir que no estarías enojado si te ataran pudiendo volar? Volar es la gravedad misma, es la fuerza contra todas las fuerzas, es la otra cara de la luna. Es todo eso que no tiene sentido, que no tiene que tenerlo para existir. Y así de absurdo es todo. Así somos.
¿O me vas a decir que tenés sentido? (y no hablo de sentir, hablo de la fiebre)
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