martes, 22 de marzo de 2016

Coordenadas del vacío

Para una cultura práctica, táctica y veloz, lo simple suele ser sinónimo de impreciso, de indeterminado; lo simple es eso que miramos desde afuera con desdén, jactándonos de ser mucho más, de tener dobleces, hendiduras, atajos (que llevan a rotondas interminables), curvas pronunciadísimas, idas y vueltas con idas y vueltas intermedias, pozos profundos e indescifrables, defensas ante cualquier impacto ajeno, de cualquier frente: distante o cercano; real o inventado; ofensivo o neutro. No nos permitimos interpretar lo simple como una elección: lo tomamos como una naturaleza poco avanzada en su búsqueda de complejidad, o también como una táctica planeada, como un juego, como un engaño tal vez; toda escapatoria es útil ante nuestra aceptación estrictamente lógica que no concede a otros métodos un lugar en la escena, justamente debido a esa atracción por lo complejo, una costumbre socialmente aceptada.

Entonces la racionalidad, esa vieja compañera que nos acompaña a diario desde que elegimos metódicamente un par de medias a la mañana hasta que ordenamos los pasos convenientes para darnos una ducha, pierde sentido en los abismos desconocidos de una mirada, en la elección libre y arbitraria del amor, en la compasión por algún otro que no sea "cercano", en la simpleza de regalarle un bello momento a cualquiera (incluso a nosotros mismos). Una actitud de prepotencia insensible nos hace delirar en extremos de la cordura,  ese invento moral que nos contiene para mostrarnos y creernos inmersos en una virtual normalidad que nos contenta, mientras nos repele del contacto humano y firma una sentencia a sobrevivir en pos de algún que otro escape al letargo existencial.

Mi admiración por los niños es hacia su sabiduría interna sobre estos conceptos que sienten y comprenden, más de una vez, sin todo el palabrerío que invoco en este momento. Admiro su inagotable ímpetu de juego, esas ganas de transformar todo sin pensar si es posible o no, porque todo es posible en su imaginación que diseña cada dimensión a su gusto; esa magia de perpetuarse en lo indescifrable con simples improvisaciones, gestos inocentes, errores y risas; esa costumbre de confiar en cualquiera porque sí, sin enredarse en suposiciones y miedos; ese sinfín de amor que les enseñamos a medir y calcular.
Admiro a mi niño también, con su verguenza y sus frenos.
Aún así, con toda la entrega que disfruto darle, me cuesta permitirlo ser.

Sospecho no ser el único que siente ese sabor a nada que no termina de complacer... y sin embargo, el agua es insípida y complace. Somos agua en gran parte, aunque nos esforcemos constantemente en estancarla. Somos también bichos de costumbre (sobre todo los bichos de ciudad), y llevamos en la costumbre (tal vez también en la cultura) una tendencia a maximizar lo absurdo, normalizar lo extremo y minimizar lo intenso.
Todo ese esfuerzo para no sentir el vacío. Nos dijeron que el vacío hay que llenarlo con algo... pero, ¿hay que llenarlo?

El vacío es simple.
¿Podemos llenarlo indefinidamente?
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